Si del progreso económico se trata, no es la palabra mágica, pero sí la lógica. Me refiero a inversión, en general, y a directa, en particular.
El fin de la inversión es la multiplicación del dinero del inversionista, lo cual se logra, o con inversiones financieras, o con inversiones directas.
La inversión financiera implica prestar dinero a cambio del pago de intereses, lo cual permite que el dinero se multiplique, sobre todo si la tasa de interés real (descontada la inflación) es positiva.
La inversión directa supone usar el dinero para producir bienes y servicios, ofrecerlos y venderlos a los consumidores. Si el precio que estos pagan es mayor que el costo de producción se genera utilidad, multiplicándose el dinero originalmente invertido.
En muchos casos la inversión financiera es el primer paso para invertir directamente. Si un emprendedor no cuenta con recursos suficientes para producir, ofrecer y vender bienes y servicios, es decir, para invertir directamente, puede pedir, a cambio del pago de intereses, un préstamo. Su acreedor invierte financieramente para que él pueda hacerlo directamente.
De la inversión directa depende la producción de bienes y servicios (con los cuales satisfacemos nuestras necesidades), la creación de empleos (para producir alguien tiene que trabajar) y la generación de ingresos (a quien trabaja se le paga). Todo esto –producción, empleo, ingreso – depende de la inversión directa. Por eso es importante y por eso es preocupante cuando, o crece menos (malo), o deja de crecer (peor), o decrece (pésimo), tal y como está sucediendo en México.
Lo anterior sale a colación porque, según el Índice de Confianza de Inversión Extranjera Directa 2020, de la consultoría A.T. Kearney, México ha dejado de pertenecer al grupo de los 25 países más seguros, confiables y atractivos para la inversión extranjera directa. ¿La causa? Decisiones que han ido, desde la cancelación del NAICM en Texcoco, hasta la cancelación de la planta cervecera de Constellation Brands en Mexicali, apoyadas ambas en consultas populares (¡Estado de chueco!), pasando por la construcción de obras de infraestructura de bajo (¿nulo?, ¿negativo?) impacto económico y social, y el cambio en las reglas del juego (¡violación de contratos!) en el sector energético.
Según el Índice de Competitividad Internacional 2019, del IMCO, México ocupa el lugar 34 entre 43 países, lo cual lo califica como un país de baja competitividad, en la siguiente escala: muy baja, baja, medio baja, medio alta, alta, muy alta, competitividad de un país que consiste en su capacidad para atraer, retener y multiplicar inversiones directas, de las que dependen la producción, el empleo y el ingreso, capacidad que en México, al paso de la 4T, se ha debilitado considerablemente. Allí están los resultados.
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