Cómo el sistema judicial brasileño pudo procesar a tanta gente poderosa hasta culminar en el encarcelamiento de Lula.
El acontecimiento latinoamericano más importante de estos días no será la Cumbre de las Américas. Fue, más bien, lo ocurrido el sábado en Brasil: el encarcelamiento del ex presidente Lula da Silva.
Su arresto, absolutamente impensable hasta tiempos recientes, representa un avance notable en el Estado de derecho brasileño y envía un mensaje claro: nadie está por encima de la ley. Es la culminación de años de trabajo independiente por parte del sistema judicial. La operación Lava Jato ha hecho rendir cuentas y ha acabado con el encarcelamiento de docenas de miembros de la élite política y empresarial, sin importar intereses partidarios.
Como sabemos, eso lamentablemente no es común en nuestra región. De hecho, nunca se ha visto una investigación anticorrupción de esta magnitud y eficacia. Su gran escala se debe en parte al tamaño de los sobornos que se dispararon con la llegada de Lula al poder y al alcance enorme que llegaron a tener. Por esa razón, el impacto positivo del Caso Lava Jato es además continental.
No se puede decir lo mismo respecto a la Cumbre de las Américas. Si no fuera por el teatro político, la hipocresía y sus altos costos –las últimas tres cumbres costaron US$26 millones en promedio–, estas reuniones típicamente serían olvidables. A la de Lima no se invitó al venezolano Nicolás Maduro por ser dictador, por ejemplo, pero al dictador cubano Raúl Castro se le sigue dando la bienvenida. Fue hace tan solo tres años que se empezó a incluir al régimen cubano en las cumbres tras años en que estas emitían declaraciones conjuntas a favor de la democracia y los derechos civiles. Al mismo tiempo, los presidentes democráticos guardaban silencio ante crecientes violaciones por parte de los regímenes populistas autoritarios en la región.
Mientras tanto, casi de manera desapercibida, Brasil estaba cambiando. Al tiempo que exportaba corrupción a la región, reformas paulatinas permitieron que la justicia brasileña empezara a funcionar como no lo hace en otros países latinoamericanos. Se permitió la delación premiadaque posibilitó que los criminales delataran a sus cómplices. Eso facilitó destapar las grandes redes de crimen organizado. La Constitución de 1988 hizo que los jueces y los fiscales no dependan tanto de los políticos, pues ahora son escogidos de manera imparcial a través de concursos transparentes y competitivos.
Miembros de la policía federal también son más independientes, pues son seleccionados de la misma manera, en base a sus méritos. Esas y otras reformas nacionales –y no iniciativas regionales– explican cómo la justicia brasileña pudo procesar a tanta gente poderosa hasta terminar encarcelando a Lula. El cuento es tan dramático que Netflix ha lanzado “El mecanismo”, una serie muy recomendable sobre el caso. A pesar de ser ficción, describe la realidad brasileña fielmente y es fácil reconocer a quiénes representan los personajes en la vida real. “El mecanismo” muestra cómo la corrupción se autoalimenta con la participación de empresarios, entes estatales y políticos de cualquier signo. Que Netflix haya producido una serie brasileña que describe cierto progreso en el Estado de derecho es señal de cambio en la cultura política del país.
La caída de Lula implica cambios positivos para toda la región. El no poder volver a la presidencia es un golpe fuerte para su Partido de Trabajadores que, al no estar a cargo del gigante diplomático que es Brasil, tampoco podrá apoyar a sus aliados dentro y fuera del poder en el resto de la región. Será más difícil tapar la corrupción que floreció bajo sus gobiernos. Y la lección de Brasil –que ciertas reformas que son exportables pueden combatir la corrupción de manera eficaz– estará a la vista. Estos son resultados muy superiores a los de cualquier cumbre.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 10 de abril de 2018.