En economía como en la vida misma, los errores se pagan. Es así que el grave, gravísimo error de los confinamientos obligatorios en todo el mundo habrá de pagarse con “sangre” monetaria – es decir, con inflación- y estancamiento. Estas situaciones adversas se resumen en una trágica palabra: estanflación.
La inflación suele ser vista como el alza generalizada y continua de los precios en un período determinado, pero la forma realista de entenderla es como la pérdida de valor del dinero frente a los bienes que con ella se compran: cada vez se necesitan más unidades monetarias para comprar la misma cantidad de bienes a causa de la desenfrenada expansión de deuda y crédito del (fraudulento) sistema monetario que nos rige. Así la carrera ingresos vs. precios, como podrá entenderse, no suele tener resultados favorables para los primeros.
Peor todavía: la destrucción de riqueza que provocó obligar a las empresas a cerrar sus puertas – y con ello condenar a millones de ellas a una inevitable quiebra en todos los sectores- tendrá consecuencias de largo plazo.
Y es que los gobernantes pueden decretar de la noche a la mañana que todo se pare. Pueden además ordenar la inyección de estímulos de gasto público, la distribución de “apoyos” sociales o depósitos directos a las cuentas de los ciudadanos, y los bancos centrales pueden a la par recortar las tasas de interés e inyectar liquidez (o sea “imprimir” dinero ilimitado) a la economía. Todo lo anterior es justo lo que hicieron en particular las economías más grandes y desarrolladas del planeta.
Sin embargo, hay algo que no puede hacer el gobierno chino, ni el estadounidense o el mexicano, ni el Banco Central Europeo, Banxico o la Reserva Federal norteamericana. Es más, no lo pueden hacer ni siquiera aunque hicieran todas un esfuerzo coordinado. ¿A qué me refiero? A que no pueden decretar que mágicamente la producción de bienes y servicios vuelva a la normalidad previa a la pandemia como si nada hubiese ocurrido, y en todo caso, para lograrlo tendrá que hacerse con las empresas que sobrevivieron más otras nuevas que apenas se incorporen a la actividad productiva para sustituir a las que quebraron. Todo ello toma tiempo.
Es fácil cerrar la economía e imprimir dinero electrónico, pero los bienes para ser consumidos primero tienen que ser producidos.
La economía global pues no puede continuar como si nada porque por culpa de los confinamientos forzados, millones de empresas y sus empleados dejaron de producir toda clase de bienes demandados por los consumidores. Muchas de ellas no volverán a abrir sus puertas jamás, lo que vuelve inviable que la oferta a nivel mundial puede seguirle el paso a la demanda en el corto plazo.
El problema justo es que con la paulatina reapertura económica la demanda global de mercancías y servicios sí ha comenzado a volver y tenderá en automático a hacerlo a niveles prepandémicos. Recordemos que la crisis no fue causada por una falta de demanda, sino por una pandemia que tomó por sorpresa a los gobiernos que reaccionaron con pánico y le dieron a la gente lo que pedía: el cierre de casi todo.
A causa de ello, las cadenas de suministro se encuentra asfixiadas por cuellos de botella en toda clase de sectores que van desde el de contenedores de transporte hasta el energético. Esto a su vez está provocando toda clase de problemas que van desde la escasez de insumos para la industria mundial hasta los apagones que padecen en China.
Con una demanda que vuelve y una oferta incapaz de satisfacerla algo tiene que ceder: sí, los precios. No hay de otra.
Pero quizá el mayor peligro de la inflación crediticia – cortesía de gobiernos y bancos centrales- sea que el encarecimiento de la vida los lleve a cometer un error igual de grave que el de los confinamientos: controlar los precios.
Los controles de precios no sólo no solucionan el problema inflacionario, sino que lo agravan provocando en los peores casos una escasez que no existía, y mercados negros. Volteen a Venezuela.
No. Los antídotos contra la estanflación que apenas comienza está en lograr MENOS intervención gubernamental, en estímulos a la creación de empresas (como facilitación de trámites), apoyos a las ya existentes con reducción de impuestos, mayores deducciones, etc., y una liberación total de los precios.
La cura para los errores económicos cometidos empieza con no aplicar más de lo que provocó la crisis en primer lugar: el intervencionismo estatal. La amarga medicina de los precios altos no nos la vamos a quitar. Más vale tomarla por más dura que sea en lo inmediato, que posponer la recuperación. De los males, el menor.