Escribió Héctor Aguilar Camín, en su columna Día con Día de Milenio, lo siguiente:
“Se diría que estamos en la necesidad de un ajuste en las finanzas públicas, una corrección seria de déficits y dispendios, y un discurso público que explique la dificultad del trance (dados los retos que enfrentamos cara al futuro inmediato: la reforma fiscal ya aprobada en los Estados Unidos: la incertidumbre en torno al futuro del TLC; el posible triunfo de López Obrador en las elecciones), y prepare a la ciudadanía para la tormenta”.
Continúa:
“Pero es año de elecciones presidenciales y esas respuestas difíciles (ajuste en las finanzas públicas; corrección seria del déficit; eliminación de dispendios; discurso claro que explique lo que está pasando y lo que puede pasar si no se reacciona adecuadamente), se antojan imposibles. Asumirlas ahora, cuando hacen falta y harían bien (subrayo: ¡cuando hacen falta y harían bien!), sería para el gobierno un suicidio político. Lo que se puede esperar, por el contrario, es la fiesta de gasto de cada seis años”.
¿Qué tenemos? El interés de los políticos (de entre los cuales el más importante es el interés de acceder al poder y, ya con el poder en la mano, el interés de preservarlo), por arriba de lo que hace falta y haría bien, en nuestro caso, entre otras cosas, lo señalado por Aguilar Camín: reducción del déficit en las finanzas gubernamentales y desaparición de despilfarros, siendo lo segundo necesario para conseguir lo primero.
Según Aguilar Camín, y concuerdo con él, todo ello provocaría un suicidio político en quien lo propusiera y, peor todavía, en quien lo llevara a cabo, ¡pese a que todo ello hace (mucha) falta y haría (mucho) bien!
Cómo estarán las cosas (¿o todo ello es parte esencial de la política, por lo que ésta resulta ser algo por demás retorcido?), que lo que hace falta y haría bien puede convertirse en el suicidio político de quien lo proponga y ejecute. La culpa, ¿es del político o del ciudadano?
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