Ver a un par de agentes de tránsito siendo insultados y agredidos por unos automovilistas envalentonados y a la vista de todos los que transitan por la calle, nos enfrenta a una realidad: se ha perdido la autoridad, porque quienes la representan, ya no inspiran respeto.
Las instituciones que deben respaldarles ya no son capaces de brindarles protección, ni a los policías ni a nosotros. Por eso estamos a merced de la delincuencia.
Antiguamente los delincuentes se escondían de la policía y de cualquier tipo de autoridad. Hoy la retan e incluso, quizá por diversión, salen a buscar a quienes patrullan las calles para agredirles.
Cada vez con mayor frecuencia los ciudadanos insultan a los agentes de tránsito y hasta tratan de agredirles sin tener consecuencias por estos reprobables actos.
Los noticieros de televisión dan cuenta de las agresiones directas a los granaderos que tratan de de aplacar las revueltas callejeras. Peor aún es verlos confinados a roles pasivos, sin defenderse mientras son agredidos con piedras, palos y armas y a veces atacarlos con saña hasta enviarlos al hospital. Sin embargo, la sociedad permanece impasible.
Verles arrinconados mientras sus jefes les impiden ponerse a salvo, recibiendo estoicamente los golpes, estimula la impunidad y debilita a quien debe defender a la sociedad.
Esto indica que las instituciones del Estado Mexicano han perdido liderazgo y hasta honorabilidad.
Es cierto que hasta hace varios años la policía se imponía más por temor que por reconocimiento. Los abusos eran conocidos, pero se percibían como un problema humano derivado de la inmadurez personal y de la irresponsabilidad de entregar poder a gente que no estaba preparada para ejercerlo con responsabilidad.
Sin embargo, aunque los individuos fuesen cuestionados, las instituciones de antes mantenían respeto. Se daba por sentado que el problema era humano y no institucional.
En contraste, hoy los abusos se perciben como producto de la descomposición moral de las instituciones.
Que los policías entreguen a los delincuentes a sus víctimas resulta inaudito y termina afectando la imagen de las instituciones en su conjunto.
Antes también sabíamos que en las instituciones de gobierno había corrupción, pero no estaba desbordada. Se manejaba ingeniosamente y con rituales sociales que intentaban cambiarle sus significados, pues las partes involucradas sabían que esa era una conducta reprobable. Había un juego de formas lingüísticas de parte de quien la propiciaba y por ello la transacción se disfrazaba como una dádiva generosa de parte de quien la entregaba. Había conciencia de qué era lo que estaba mal con esas conductas.
En contraste, hoy el cinismo y el latrocinio de parte de las altas autoridades, que no disfrazan lo que hacen y no tienen empacho en exhibirlo, ofende a la sociedad.
Tan malo es el abuso de parte de quien detenta la autoridad, como dejar debilitadas a las instituciones que ejercen autoridad, porque se abre el paso al caos.
Como ejemplo tomemos a las fuerzas armadas, cuya imagen se ha deteriorado como derivación de del rol que ahora tienen en el combate a la delincuencia. Estar exhibiéndose continuamente ante la ciudadanía, les pone de modo ocasional en medio de situaciones comprometedoras.
Es responsabilidad del mismo gobierno federal mantener vivo el respeto hacia las instituciones. Estas son necesarias para garantizar “que el estado de derecho” se convierta en el eje de la legalidad. Por ello no deben seguir siendo manipuladas, porque de las instituciones depende la estabilidad social, política y hasta económica, de nuestro país.
¿Y usted cómo lo ve?.
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