Nicaragua fue por más de una década el gran acertijo latinoamericano: estable y en crecimiento, pero con un régimen abanderado del socialismo del siglo XXI. La ironía se explica en gran medida por el pacto faustiano que los empresarios alcanzaron con Daniel Ortega, que les garantizó un ambiente óptimo para la inversión a cambio de que consintieran la instauración de una dictadura. La apuesta les falló a ambos, pero el principal perdedor ha sido el pueblo nicaragüense.
Los empresarios tenían buenas razones para temer el regreso de Ortega. En su primer mandato (1979-1990), el líder sandinista hundió la economía a través de expropiaciones, controles, sobreendeudamiento e hiperinflación –la que superó los 33.000% en 1988–. La debacle fue de tal magnitud que el PBI per cápita de Nicaragua –en dólares constantes– aún no recupera su nivel de 1978. Sin embargo, en su segundo turno en el poder, Ortega mantuvo la retórica socialista y prácticas autoritarias, pero optó por el pragmatismo y la ortodoxia económica. ¿Cómo explicar el cambio?
La estabilidad jurídica es uno de los factores más preciados por el empresario a la hora de tomar decisiones de inversión. En democracias liberales, esta se logra mediante un Estado de derecho que garantiza la propiedad privada, el debido proceso y la predictibilidad de las normas. No obstante, el mercantilista “modelo chino” –que ostenta algunos de estos elementos, pero como prerrogativas que dependen del capricho del poder político– ha inspirado a una generación de autócratas a emular dicho sistema bajo la creencia de que el crecimiento económico resultante aplacará las demandas por libertades políticas.
Con ese norte, Ortega apostó por pactar sus políticas económicas con el empresariado, que mordió el anzuelo. De tal forma, el gobierno sandinista se deshizo en múltiples y generosos incentivos e hizo gala de acuerdos de libre comercio con EE.UU. y la Unión Europea. Todavía en diciembre, José Adán Aguerri, presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada, destacaba cómo en Nicaragua “los temas económicos son consensuados con el sector privado, y de alguna manera esto tiene una enorme importancia en el marco legal en que las empresas operan y que ha permitido que […] hoy tengamos un clima de negocio bastante positivo”.
Al mismo tiempo, Ortega desmantelaba las endebles instituciones democráticas del país. La Corte Suprema de Justicia controlada por el sandinismo avaló su reelección en el 2011. Tres años después, la Asamblea Nacional aprobó la reelección indefinida. En el 2016, el Consejo Electoral despojó a la oposición de sus escaños y se instauró en el Parlamento un régimen de facto de partido único. Ese mismo año, Ortega se reeligió luego de que todos sus principales opositores fueran descalificados. Su esposa Rosario Murillo fue elegida vicepresidenta. Además, la familia Ortega Murillo se fue haciendo del control de la mayoría de los medios de comunicación. Nicaragua se convirtió en una cleptocracia dinástica.
Este artículo fue publicado originalmente en El Comercio (Perú) el 29 de junio de 2018.
Juan Carlos Hidalgo
Analista de Políticas Públicas para América Latina del Cato Institute.