Recuerdo muy bien a ese estudiante de Derecho que me sacó de quicio tantas veces, pero ahora puedo redibujarlo en mi memoria con otros colores; pues después de entender las causas de Gandhi, el hombre menudo de sonrisa perpetua, pude comprender por qué me causaba tanta furia escucharlo. Ya que todo lo que él era yo jamás lo fui, todo lo que él tenía a manos llenas yo jamás lo conocí. De hecho, no he conocido a nadie más en mi vida que responda con tal inteligencia y la vez nobleza.
Estábamos comiendo en el comedor de la Universidad de Londres, donde yo impartía clases de Derecho, cuando él intentó sentarse al lado mío.
—¿Qué no entiendes que los pájaros y los cerdos no pueden sentarse a comer juntos?, le dije sin piedad alguna para alejarlo de mi mesa.
—No se preocupe profesor, yo me iré volando, me respondió con una sonrisa.
Mucho tiempo me arrepentí de haber reaccionado como lo hice, pero hoy sé que a Gandhi no le causé ningún daño, realmente sólo me lastimé a mí. Además, ardí en cólera y decidí vengarme como si se tratara de un juego entre chiquillos donde alguno nunca puede aceptar la derrota, pero me fue imposible calificar con una mala nota la última prueba de Gandhi, pues sus respuestas fueron más que perfectas. Mi última carta fue hacerle esta pregunta antes de entregarle su examen calificado:
“Sr. Gandhi, si usted va caminando y sobre la calle ve un paquete abandonado en el que dentro encuentra una bolsa que desborda sabiduría y otra repleta de dinero, ¿cuál toma?”.
No tardó más de un segundo para contestarme con toda tranquilidad:
—La que contiene dinero, por supuesto.
—Yo en su lugar hubiera tomado la que traía montones de sabiduría, ¿no cree?, le respondí con una voz ventajosa, a lo que él volvió a contestarme las palabras exactas para que yo rompiera en histeria.
“Cada uno toma lo que no tiene”. Al escucharlo responderme indiferentemente con esa oración, tome mi marcador y escribí en letras grandes “idiota” sobre la primera hoja de su examen. Quedaba claro que yo mismo había irrespetado mi labor como profesor y que la rabia me había rebasado en todo sentido, pero el día que entendí por fin de qué se trataba eso que Gandhi hacía y en consecuencia provocaba en mí, fue cuando minutos después de aquel incómodo momento el estudiante se acercó a mí para decirme: “Profesor, usted me firmó la prueba pero olvidó agregar mi calificación”.